¿Eso es una rata?
La línea divisoria que separa las mascotas de los manjares es, además de delgada, bastante cambiante. ¡Son tantos los criterios que influyen! Hay animales bonitos, feos, divertidos, antipáticos, prolíficos, enclenques… y es en función de estas y muchas otras variables que las distintas bestias de este planeta ocupan una posición más o menos favorable en la escala del cariño humano. Por lo general, los animales que ocupan las posiciones más altas de dicha escala tienen menos posibilidades de salir (literalmente) escaldados. Pero en la cordillera andina sucede algo curioso: el hecho de que un animal sea o haya sido sagrado no impide que termine asado a la parrilla cuando la ocasión lo amerita. Es por este motivo que hoy queremos rendir homenaje a este animal andino que lo tiene todo: el cuy.
El cuy es lindo, peludito, simpático, fácil de criar y también es un pilar importante para las culturas indígenas. Es delicioso y tiene un alto valor nutricional. Pero más allá de eso, el cuy fue una parte fundamental de las celebraciones ancestrales en las culturas precolombinas y lo sigue siendo a día de hoy en las culturas indígenas. Y es que, dentro de los parámetros de la cosmovisión andina, la alimentación es una práctica íntimamente relacionada con los ritmos estacionales de la agricultura. En las celebraciones vinculadas a los ciclos astro-telúricos, el cuy era una ofrenda que terminó por convertirse en un alimento de consumo en ocasiones especiales o incluso de manera frecuente en ciertas zonas rurales.
Este pequeño roedor tiene, además, un valor simbólico asociado a la purificación desde hace siglos. En el octavo mes del calendario inca, el Yapuy Killa, se realizaban rituales de limpieza y expiación para preparar la tierra para futuras siembras. Durante esos días, era tradición consumir cuy asado, descartando aquellos animales que tenían los ojos rojos ya que se creía que dicho color era síntoma de que la limpieza del alma no se había completado. A día de hoy podemos ver cómo este simbolismo sigue vigente a través de las prácticas de las curanderas tradicionales que pasan el cuy para tratar males físicos, mentales o espirituales. ¿Cómo no rendir homenaje a este pequeño gran animal?
Ayer, día 5 de noviembre, se celebró el Gran Festival del Banquete del Cuy como parte del programa de las fiestas de Cuenca. Sí quisimos ir. Pero como no nos portamos pilas con los pasajes ni con la reserva del hotel, tuvimos que quedarnos en Quito. Una vez superada la decepción del primer momento, decidimos 1) no rendirnos a los contratiempos, 2) buscar dónde se puede comer un buen cuy en la capital y 3) escribir un artículo para que el mundo lo sepa. De nada.
Dicho esto, no voy a alargar más la espera de nuestro querido lector: el Valle de los Chillos es el paraíso terrenal del cuy. La calle Francisco Guarderas, en el sector de Selva Alegre, destaca por la cantidad de picanterías por metro cuadrado. Uno camina entre humo y olores, gritos y roedores giratorios que dicen cómeme. Es difícil decidirse por un local pero más difícil todavía es fallar en la elección. Todos ellos sirven el tradicional cuy asado a fuego lento con la sazón secreta de la casa. Los acompañamientos varían en cada lugar, pero no suelen faltar las papas con salsa de maní, el tostado o el ají.
Doña Rosa me preguntó en tres ocasiones diferentes si seguro me gustaba el cuy y si ya lo había probado antes – cosas que pasan cuando eres evidentemente extranjera -; y me contó que hay gringuitos que se saben asustar cuando ven los cuyes dando vueltas en las brasas. Entiendo que pueda resultar intimidante, pero vale la pena darle una oportunidad.
Yo ya llevo mucho tiempo en Ecuador y a día de hoy pocas cosas me asustan. Por eso, antes de comer, le hice una foto al plato y se la mandé a mi abuela para ver su reacción. Solo me dijo: ¿eso es una rata? En cierto modo sí, pero también es historia, cultura y ante todo un manjar.